Hace un par de semanas tuve un gran privilegio: almorcé con monseñor Bernardino Piñera, quien fuera arzobispo de La Serena entre 1983 y 1990.Me llamó tras leer buena parte de un libro que le envié de regalo a fines del 2016, los dos tomos aparecidos de una Historia de Chile 1960-2010, proyecto desarrollado al alero de la Universidad San Sebastián. Quería agradecerlo e invitarme a almorzar. Para un historiador, estas son ocasiones extraordinarias. Traemos el siglo XX, la historia misma, a nuestras vidas. Podemos mirar a través de personajes que habitualmente conocemos sólo por libros, podemos interrogarlo directamente, sin la mediación más fría de un documento. Preguntar y contrapreguntar, volver atrás, vivir la historia. Eso hicimos. Fue una reunión memorable. Llegó caminando, a sus 102 años, apenas apoyado con un bastón. Conversamos de muchas cosas, aproveché de preguntarle sobre sus estudios de Medicina en la Universidad Católica de Chile, cómo se hizo sacerdote, los libros que ha publicado, la brillante generación de 1930, los papas que conoció. Nos detuvimos unos minutos especialmente en la visita de Juan Pablo II a nuestro país. Monseñor, a su vez, me interrogó sobre historia, que siempre le ha apasionado. Preguntaba por historiadores y por libros, tendencias actuales, por mis gustos y lecturas. Todo con extrema sencillez y un notable deseo de aprender. Me llamó la atención, además de su lucidez a esa edad, un comentario que me hizo sobre su vocación sacerdotal: “Me dijeron que podría ser un problema, y acabó siendo la solución de todos los problemas”, concluyendo con una risa traviesa. Lo escuché por primera vez en los años 80 en la Universidad de La Serena, en una charla para estudiantes secundarios. Las cosas religiosas no me interesaban particularmente, pero sí me fascinó su inteligencia y claridad. Y me marcó un comentario en qué citaba a Paulo VI, quien señalaba que el mundo estaba cansado de maestros que dijeran lo que se debía hacer, y necesitaba testigos que mostraran con su vida cómo hay que actuar y vivir. Recordé esas palabras cuando nos despedimos con monseñor Piñera, que había dado un nuevo testimonio de humanidad.  

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