Escribir sobre el principio de subsidiariedad resulta, especialmente a estas alturas, tan poco original como escribir sobre el Quijote, en España; pero, al mismo tiempo, tan desafiante como escribir, sobre la vida del gran Cervantes. Con el riesgo de las aprensiones anotadas, la subsidiariedad ha sido consagrada en el artículo 1, inciso 3º, de la Constitución Política de la República, de 1980, que establece los grupos intermedios y les garantiza su adecuada autonomía, reforzándose la idea, con el concepto de Estado Empresario del artículo 19 Nº 21 que regula la libertad de iniciativa privada en materia económica y la actuación. Ninguna Constitución anterior a la del año 80, y ni siquiera ésta, nos da un concepto de este principio. Es posible distinguir, en la subsidiariedad, dos fases: La negativa se entiende como un principio de no-absorción de los grupos sociales menores por parte de las mayores, especialmente por el Estado. Y, en su faz positiva, como principio de habilitación, esto es, que la ayuda entregada desde un grupo social a otro tenga siempre el propósito de fortalecer al destinatario de ella.Tristemente en nuestro país su entendimiento ha sido exacerbando su acepción “negativa”,  que limita el actuar del Estado, en desmedro de la positiva, que haría a éste más activo en la ayuda y apoyo a la población nacional. Para el ciudadano común, que vive la realidad concreta, esta opción resulta insatisfactoria y contraria al bien común, provocando un impacto nefasto para la dignidad y bienestar de la mayoría de las personas.Ese grupo etéreo, llamado clase media, que se levanta todos los días a caminar por un hilo precario, es inhábil para tener derecho a ayuda, en salud, educación y vivienda. En estos casos la subsidiariedad se transforma en la excusa perfecta para que, amparado en la concepción negativa, no los “subsidie” y termine privilegiando el sistema de libre mercado sin matices. Tarea para la nueva Constitución.Marco Apolonio TeranAcadémico carrera de Derecho Universidad Pedro de Valdivia

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