una ciudad que respete el derecho al silencio es una utopía de difícil alcance. La presencia humana implica bulla en dosis altas.Las iglesias, las bibliotecas y los cementerios son los únicos lugares donde se puede disfrutar de un silencio garantizado. Curiosamente, se trata de sitios  vinculados al Más Allá, a los muertos, a los “callados”.  Cualquier gángster iletrado conoce el lugar común de que “los muertos no hablan”. Pero se equivoca: En los libros hablan, aunque al oído. Quevedo escribió: “Retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos pero doctos libros juntos/ vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos”. Un bocinazo de tren en la distancia podría despertar evocaciones a un poeta, pero la masa inconsciente de ruidos citadinos lo lleva más bien a las puertas de la locura. Los casos son muchos. Hemos visto alguna vez cómo  John Ruskin –que casi era poeta- sufría en la Italia del siglo XIX. Eran malos días para el pobre Ruskin, acosado también por la vejez. Así se describe su estado: “Le laceran los nervios el zumbido de las cigarras, el croar de las ranas, el chillido de las golondrinas; los perros, las campanas, las serenatas, los gallos, el tictac de un reloj perturban su sueño; este aullido es espantoso, aquel concierto de gatos es infernal, este asqueroso ruido de trenes… Todos los placeres son arruinados por la horrible vida humana circunstante”. Por 1919, T.S. Eliot sufría a su manera los ruidos londinenses. Vivía con su espantosa esposa en un departamento ínfimo  de Crawford Mansions, pero era la bulla la que lo mataba. Esta procedía de dos fuentes: de un bar demasiado cercano y de la habitación de ciertas actrices, muy aficionadas al gramófono y al griterío. Dice Peter Ackroyd que Elliot se quejó ante el conserje y éste le contestó: “Pues ya ve, señor, es el temperamento artístico: gente ordinaria como nosotros debe aprender a tener consideración por los artistas. No son iguales a nosotros”.

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