Haré una cápsula del tiempo. De esas que son de metal y se entierran para ser abiertas siglos después.
La haré con un viejo termo al que sólo le queda la carcasa firme. Tengo la certeza de que resistirá la humedad y los movimientos tectónicos y sobrevivirá como eco de mi memoria. 
¿Qué guardaré en este artefacto? Fotos impresas, imágenes que registran mi niñez, adolescencia, juventud, adultez, instantes olvidados por otros. 
Ahí aparecerán las sonrisas de quienes amé y de los amigos circunstanciales. 
Agregaré mis viejos escritos, manifiestos contra el dinero, versos que se convirtieron en canciones, pensamientos dedicados a otros y a mis problemas, que siempre metaforicé sobre papel. 
También habrá portadas de prensa, recortes de revistas y libros, citas de pensadores que me han remecido. 
“No me pregunten quién soy, ni me pidan que siga siendo el mismo”, podría ser una. 
Habrá una lista de los lugares que he visitado con un apartado de honor, el valle de Elqui, París y el pequeño pueblo de Ollantaytambo, que ganarán en ese ranking. 
En la cápsula meteré mis fetiches creativos: unos cuantos lápices, una pequeña libreta con dibujos de recuerdos que salvé porque iban camino a desvanecerse (como esa visión que tengo de paracaidistas ensayando sus saltos, echados de guata sobre unas plataformas con ruedas, pegados a una avioneta Cessna, mucho sol, al fondo, un hangar ¿Aeródromo La Florida, 1981?). 
Incluiré un registro con las canciones que canté, de los grupos y proyectos en los que participé. 
Mi voz a los 17, 23, 25, 28, 32, 37, 43, 45. 
Pero queda más. 
Esbozos de guiones de películas que alguna vez imaginé, cuentos a medias, libretos de radioteatro que redacté y dejé de lado serán puestos ahí. 
Hija de una época, la cápsula desafiará el olvido hasta que alguien la encuentre. Pondré en su interior varias direcciones e instrucciones para dar con algún pariente futuro que reciba estos fetiches. 
Hasta que eso no ocurra, parte de mí seguirá viajando en el tiempo discretamente.
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