Había quienes aseguraban que la Primera Guerra Mundial sería la guerra que terminaría con todas las guerras.
Ahora sabemos que más de nueve millones de combatientes muertos, 180.000 millones de dólares de costo y unos diez millones de refugiados, no pusieron fin a las tensiones explosivamente acumuladas. Tampoco impidieron que surgieran nuevas dificultades: la Segundo Guerra brotó de las semillas que plantó el primer conflicto. 
Esta trágica realidad se repite ahora en una escala mayor. Menos de quince años después de los ataques a las torres gemelas de Nueva York, el mundo sigue en pie de guerra. Apenas superado el brutal desconcierto inicial, el Presidente Bush se comprometió a terminar con el “eje del mal” al cual atribuyó la planificación que culminó el 11 de septiembre de 2001.
Afganistán era el escondite del líder de Al Qaeda, Osama bin Laden. Pero la guerra no llevó la paz a este remoto país. Todavía la semana pasada, el gobierno se veía obligado a luchar contra los rebeldes del Talibán, en Kunduz. 
Irak, el otro país sentenciado por Estados Unidos, fue atacado en 2003. Sadam Hussein fue detenido y ahorcado. Pero la paz tampoco ha llegado a Irak. 
Peor aún, en estos años se ha consolidado en la región el Estado Islámico, que pretende consolidarse como una potencia trasnacional, nueva versión del último califato.
En la mira, en estos días, está Siria, en la cual Bashar al Assad se ha afirmado en el poder a sangre y fuego. Si, en definitiva, algún poder extranjero –y son varios los interesados- logra derribarlo, nada garantiza que retornará la paz. Menos ahora que Rusia está actuando directamente
Sería hora de pensar una mejor manera de resolver los conflictos. 

Autor

Imagen de Abraham Santibáñez Martínez

Secretario General del Instituto de Chile. Miembro de la Academia Chilena de la Lengua.Premio Nacional de Periodismo 2015

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