A propósito de la amistad que Facebook celebra entre un amigo y yo hace siete años, voy a utilizar una anécdota para reforzar el objetivo primordial de esta columna.
Hace unos años atrás debíamos presentar como escuela, una propuesta técnica a nuestro sostenedor para sumar algunas modificaciones institucionales. Me tocó participar activamente en la elaboración y redacción de dicha propuesta, por lo que el día de la presentación debía estar muy preparado para evitar problemas. Mal que mal, debíamos convencer a la comisión que los cambios impulsados eran los indicados.
Mientras desarrollamos la revisión técnica de prueba un amigo “capo” en currículo me dice: “Rodolfo, Herramienta se escribe con H”. Fue entonces cuando repliqué: “Debo entonces cambiar todas las herramientas del documento, porque todas están escritas sin H”.
Risas más o menos, mi amigo tenía toda la razón, ya que herramienta se escribe con “H” y entre tantas personas, ninguno se dio cuenta sino solo hasta que realizamos la revisión de prueba.
El recordar esta anécdota me hizo pensar en los cientos de veces que por el solo hecho de fallar estamos expuestos al juicio lapidario y a la estricta norma de mantener un estándar social.
¿Quién dijo que no podemos fallar? ¿Quién dijo que hay que asegurar un estándar para ser aceptado?
Si un estudiante en aula no es capaz de expresar de forma escrita lo que el estándar exige, queda fuera de la norma, por lo tanto fracasa. Espero con esto la real academia de la lengua no me juzgue, pero acaso ¿Deben las reglas ortográficas limitar o encuadrar el progreso de un ser humano? Creo de forma muy particular que no. Las reglas y las normas de la ortografía castellana son un patrón de regulación para una fluida y exhaustiva comunicación, pero no para definir competencias, y menos para definir el potencial del desarrollo de las habilidades cognitivas. Más aún cuando la revolución tecnológica no ayuda mucho con tanto emoticon y con tanta conversación resumida por unos cuantos caracteres.
A lo largo de la historia, unas de las acciones que más nos acomoda es la de desenmarcarse; ¿Por qué? Por qué es el valor que le asignamos a nuestra conciencia humana.
En la escuela como centro de la adquisición de experiencia formal, la generación de competencias nunca se extralimita solo a la conciencia y/o concepto del saber. Sino más bien, a la búsqueda intrínseca de posibles implicancias del concepto a la realidad.
Nuestros estudiantes nunca han sido nuestros receptáculos de conocimiento, por lo que una tilde más o menos no hará la movilidad y aún menos el cambio social. Ellos son la expresión de su propia experiencia pero coartados lamentablemente por el estándar antes mencionado.
Desde el nacimiento estamos cercenando su potencial individual. Porque les imponemos el camino que deben seguir, las decisiones que deben tomar y las aspiraciones que deben proyectar.
No quiero con esto confundir, ni menos menospreciar las leyes de Dios para los creyentes y las leyes seculares para los que creemos en una sociedad fundada en el estado de derecho. Pero la escuela es muy frágil y querer imponer normas que solo favorecen el desarrollo arbitrario por sobre el desarrollo libertario, que por lo demás es el único que nos conducirá a la felicidad plena, es complejo desde el punto de vista del sujeto que solo llega a ser hombre o mujer cuando se encuentra con la encrucijada de que debe hacer y porque lo debe hacer. Ahí se da cuenta que la herramienta se escribe con “H” y que sus aspiraciones nunca lo van a satisfacer por completo.
