La semana pasada podría resumirse como “la semana Aylwin”. Pero fue mucho más que eso. Fueron días en que Chile se reencontró con lo mejor de su tradición republicana. Hubo abundancia de homenajes para el expresidente. Y también, como corresponde en un país democrático, hubo críticas, algunas muy duras.

En cuanto al legado del primer presidente de la recuperación democrática, pienso que el mejor resumen de su gobierno lo hizo el propio Patricio Aylwin en la noche del Año Nuevo de 1994, dos meses y medio antes de terminar su mandato:

“El país progresa. Con las limitaciones propias del mundo en desarrollo, Chile crece, y mejora la condición de vida de su gente. La producción, el ingreso por habitante, la ocupación, el ahorro y la inversión aumentan; disminuyen la desocupación y la inflación. Se construyen más viviendas, caminos, puertos y otras obras de infraestructura. Los grandes esfuerzos por mejorar nuestros sistemas públicos de salud y educación empiezan a dar sus primeros frutos.

Pero ¡cuidado! Estos hechos, que son justo motivo de satisfacción y esperanza, no deben hacernos caer en frívola complacencia. Aunque tenemos razones para el optimismo, nada justifica ninguna clase de vanidad o de soberbia. No somos tigres ni jaguares. Somos uno de los muchos países del mundo en desarrollo, seriamente restringido por la pobreza que aflige a una gran parte de nuestra población, por la limitación de nuestros medios y por la dependencia de nuestra economía respecto a las naciones plenamente desarrolladas…”.

El 11 de marzo de 1994, cuando Aylwin dejó el poder, fue -sin duda- su hora más gloriosa. No terminó entonces su aporte a la vida nacional, pero como se ha reconocido unánimemente a su muerte, es su ponderación, su sentido de la justicia, sus llamados a la solidaridad, en suma, la gran obra de su gobierno.

Autor

Imagen de Abraham Santibáñez Martínez

Secretario General del Instituto de Chile. Miembro de la Academia Chilena de la Lengua.Premio Nacional de Periodismo 2015

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