Uno de los muchos logros de “El paraíso en la otra esquina”, de Mario Vargas Llosa,  es que el narrador penetra el alma de dos personajes que no solamente son muy diferentes entres sí. También son muy distintos del mismo Vargas Llosa. Por un lado, Flora Tristán, una feminista dedicada a una utópica unión de obreros y obreras.  Vargas Llosa describe su vida y sus prédicas con conmovedora empatía. Por otro lado, Paul Gauguin, de quien el novelista nos brinda una emocionada apología del pintor y de su visión del arte, tan distinta de la que uno asocia con Vargas Llosa. Flora Tristán y su nieto, Paul Gauguin, son las figuras protagónicas de “El paraíso en la otra esquina”, y leyendo la novela, parecen muy distintos. Mientras que el nieto se entrega entero al arte, la abuela, como reformadora social, piensa que el arte es inútil: “Cambiaría, sin vacilar, la más bella iglesia de la cristiandad por un solo obrero inteligente”. Mientras que la abuela cree aborrecer los instintos, el nieto busca en ellos la fuerza creativa que la civilización habría atrofiado. Mientras que el nieto es un ávido practicante del sexo, para la abuela el sexo es repugnante.Pero Flora Tristán y Gauguin tienen mucho en común. Ambos sacrifican todo, incluso sus hijos, por una vocación que en los dos casos es tardía. Ambos tienen un sino solitario. Ambos buscan la utopía: Flora, la de un futuro en que los obreros y las mujeres estén unidos, Gauguin, la de un pasado edénico. Flora y Gauguin son, por cierto, la prueba de que la gente apasionada siempre se parece, aun cuando piensen distinto.Gauguin es la personificación del artista romántico que siente que para crear tiene que romper con toda convención y exponerse a enormes riesgos psíquicos y físicos. La sífilis que lo consume es un símbolo de esos riesgos.Lo genial de la novela es que Vargas Llosa logra combinar una clara conciencia de lo inventivo que es el mito con una gran capacidad para igual entenderlo, e incluso, disfrutarlo.   

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