Hace un par de años recibí la llamada de un buen amigo para sumarme a un nuevo proyecto musical (una banda o “conjunto”, como le dice mi madre). Desde entonces he sido parte de un crisol del que han brotado un puñado de canciones que publicaremos bajo el nombre de Orquesta Sinfónica de Asteroides. No se confundan, hacemos un “rockpopgresivo” o algo así. La verdad, no estoy muy seguro.
Las horas dedicadas a crear, a expresarnos, a trabajar el silencio hasta convertirlo en música siempre ha sido para mí un tiempo cautivante. 
Ya lo había vivido con mi anterior banda Jirafa Ardiendo, cuyos temas tuve el privilegio de ver transitar desde una prístina lucubración hasta ser coreados en algún show en vivo. 
Ese transitar incierto iniciado por una melodía transformada en canción es un fenómeno que la mayoría jamás llegará a ver. 
El trabajo conjunto de unos cuantos amigos que buscan exteriorizar sus sentimientos, angustias, deseos o ilusiones, tampoco. 
Es una zona íntima, un laboratorio de ideas abstractas negociadas delicadamente para ser parte de 4 o 5 minutos de aire modulado. Ahí conviven máquinas, instrumentos, lo digital y lo análogo, combinados con voces humanas, armonías. 
Las letras que acompañan la música de la Orquesta Sinfónica de Asteroides tienen mucho de huidobrianas. Son metáforas sumadas a los universos musicales que flotan en nuestra sala de ensayo. 
No es fácil hacerlas coherentes con esos vuelos de imaginación. 
Tenemos una libreta llena de versos como “Donde vivo hay más solares que sistemas”, que apelan a la forma de vivir tan fragmentada y alienada de nuestra sociedad. 
O “Vi padres que no han dejado padres ser; hijos que se olvidaron de hijos ser” para describir... bueno, discernir esa frase es un ejercicio que tal  vez quieran hacer ustedes.
El placer de ver nacer canciones tiene su éxtasis al escucharlas terminadas, grabadas, tocadas sobre un escenario. No nos importa si son hit o no. Bien si alguien logra empatizar con ellas, pero antes nuestra satisfacción es nuestra expresión. 

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