Hace bastantes años, la antigua revista Ritmo tenía una columna que  llevaba este título. Daba cuenta exacta de la quintaesencia metafísica del tabaco: manipular el tiempo. Hay sujetos que fuman para expandir indefinidamente los minutos; otros lo hacen para apurar las horas.Temporalidad cotidiana y tabaco van invariablemente asociados al café y al alcohol. “Mido el tiempo en cucharadas de café”, escribió Eliot, a quien, por lo demás, los cigarros franceses terminaron por provocarle un enfisema. Y alguna vez Winston Churchill, irritado por la advertencia de un líder árabe que objetó su afición a los puros y al licor, le contestó: “Debo señalar que mi regla de vida prescribe como un rito absolutamente sagrado fumar cigarros y también tomar alcohol antes, después y, si es necesario, durante todas las comidas y en los intervalos entre ellas”. Ya en tiempos de Colón, los dos primeros europeos que -por imitar a los indios cubanos- se animaron a encender un cigarro de hoja, fueron condenados por la Inquisición bajo el expediente de que “sólo Satanás puede conferir al hombre la facultad de expulsar humo por la boca”. Jacobo I de Inglaterra, siglos más tarde, condenó una práctica “cuyo humo evoca el horror de un insufrible infierno, lleno de alquitrán”, y en Rusia, el zar Miguel Fedorovich dispuso que a todo fumador debía torturársele hasta que confesara quién era su proveedor de tabaco, para luego proceder a cortarle la nariz  a uno y a otro.¿Se fuma hoy? Mucho, aunque harto menos que antes. Por el año 1970 se podía prender un Liberty en el interior de un bus interprovincial sin que nadie dijera nada. En 1900, Santiago era bastante chico, pero tenía setenta cigarrerías y no pocas fábricas de cigarros. A pesar de campañas antitabaquísticas, en la vía pública, en los cafés minifalderos, el humo sigue ascendiendo imperturbable, rubricando a la distancia el aserto tanguero de que “fumar es un placer, genial, sensual”. 

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