Todos los países, especialmente los subdesarrollados, necesitan ayuda externa para aprovechar las riquezas no explotadas de su propio territorio y para satisfacer las necesidades de su gente. Existe interdependencia de las economías mundiales, porque los países prósperos necesitan materias primas y mercados para sus productos, y los países en vías de desarrollo necesitan tecnología y financiamiento para sacar provecho de sus recursos naturales.Para adaptarse a esta realidad, nació el comercio internacional y sus derivados, que son el flujo de capitales, la globalización y la inversión privada extranjera. Todo esto es evidente, pero parece que es necesario decirlo con  todas sus letras. Cuanto más capitales atrae un país, tanto mayor es su crecimiento, porque se generan mayores oportunidades de trabajo y mejora su infraestructura, la productividad se eleva y la economía opera como una máquina recién aceitada: los recursos mundiales se asignan de una manera más equilibrada; se ofrecen más opciones  a los consumidores y a precios razonables;  aumentan los ingresos a las arcas fiscales por intermedio de los impuestos y royalties; y se logra desarrollo tecnológico porque ingresan nuevos conocimientos y habilidades, lo que favorece la  productividad y la valoración del elemento humano. Y sin embargo nos dimos el lujo de rechazar un proyecto minero como Dominga, que aportaba un capital de 2.500 millones de dólares. Habría sido un cerro de billetes, una inyección milagrosa de colesterol del bueno con el cual todos habríamos ganado. Pero se interpusieron miedos por el medio ambiente, miedos infundados porque los posibles daños se pueden evitar mediante un buen proyecto ambiental y un acuerdo consensuado por todas las  partes y aprobado por los verdaderos estudiosos del tema. Los defensores de la naturaleza podrían informarse mejor y enfocar su atención a temas urgentes, como la contaminación de nuestro borde costero y el reciclaje de los desechos urbanos. 

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