La agricultura familiar campesina languidece. Más de 50 mil habitantes de nuestra región se abastecen con camiones. Apenas tienen agua para beber y lavarse, mientras algunos tienen derechos abundantes. Incluso hay más de 9.100 lts/seg que no se ocupan.  
La actual regulación entregó derechos sin plazos, sin vinculación a la tierra, sin justificar su uso y sin tener claridad sobre su relación con el caudal existente. 
Las cuencas están sobreexplotadas. Vivimos un proceso de desertificación que implicará una permanente menor disponibilidad. 
Los habitantes aumentan. Las actividades productivas crecen.
Mi responsabilidad como parlamentaria es mirar al futuro y velar por el bien común. 
Por eso he impulsado medidas en diversos ámbitos: promoviendo la desalación; facilitando la reutilización de aguas grises; instando a mejorar la institucionalidad. Además, empujando un cambio normativo que asegure un uso sustentable, con aspectos muy precisos:
-Declarar todas las aguas como un bien nacional de uso público. No hay novedad en esto. Se recoge en la Constitución el texto ya existente en los códigos.
-Establecer que los nuevos otorgamientos serán concesiones temporales y que tendrá preferencia el consumo humano, doméstico y el saneamiento.
-Respecto de los derechos vigentes, enfatizar algo que ya está en la Constitución y que es común a toda propiedad: que podrá limitarse o restringirse en razón de su función social y el interés nacional, para asegurar los usos prioritarios señalados. 
-Asegurar un manejo integrado y participativo de las cuencas, según las características de cada zona.
No se afecta la actividad agrícola. 
Lo que la arriesga es refugiarse y hacer como que nada pasara. 
Necesitamos una normativa para la nueva realidad climática, que establezca condiciones más restrictivas para nuevas concesiones e imponga al ejercicio de los actuales derechos limitaciones y obligaciones razonables, en resguardo de los intereses de todos los habitantes de nuestra región y del país.
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