Todos conocemos qué significa el sueño americano. Ciudadanos de varios países que van a los EE.UU. de Norteamérica, para trabajar, en un ambiente de estabilidad política, económica  y seguridad. Ocupan trabajos que en su país ni siquiera soñaron, pero saben que con esfuerzo y tenacidad pueden salir adelante en su medio. Viven modestamente, envían dinero mensual a sus familiares para que ellos también vivan modestamente, pero mejor que antes. Y ¿cómo estamos por casa? En mi último viaje a la capital, un taxista amigo me llevó a visitar el barrio haitiano, cerca de la estación Mapocho, el colombiano, el peruano, en los alrededores de la Catedral, el dominicano y así, suma y sigue. De regreso a casa y en mi visita periódica a la feria, me llamó la atención la presencia de trabajadores extranjeros. De ambos sexos, morenos, bien morenos y no tan morenos. Me acerqué a un grupo de ellos y conversamos. ¿De donde son ustedes? Haitianos, dominicanos, colombianos y peruanos. Todos me llaman hermano y me cuentan que han venido a Chile porque es “el mejor país de Sudamérica”. Tranquilo, de gobierno estable, que hay mucho trabajo y buena seguridad. ¿Leyeron bien, mis estimados lectores? Me acuerdo que alguien dijo: “Cuentan de un sabio que un día, tan pobre y mísero estaba, que sólo se sustentaba con las yerbas que él cogía. ¿Habrá otro, entre sí decía, más pobre y triste que yo? Y giró su mirada viendo que había otro sabio recogiendo las yerbas que él arrojó.” Los árboles no nos dejan ver el bosque y nos pasamos ocupando gran parte de nuestro tiempo en discusiones y alegatos que a la postre no sirven de nada. Mientras tanto, el mismo tiempo pasa sobre nosotros y no vuelve. No hay que ser achantao (flojo) chico, hay que ser bolo (inteligente). Ya, hermanos, basta de juerga y vamos a trabajar, me dijeron a coro. ¿Será el sueño chileno que ellos ven?

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