Al ver la película “Hombre muerto caminando” me acordé de los extraordinarios testimonios que dejó  Dostoievski sobre la pena de muerte, sobre todo de cómo es para el reo el final, cómo son los últimos instantes antes de que las balas ingresen al corazón, antes de que el acero de la guillotina separe la cabeza. Según el príncipe Mishkin, el Idiota, el ruido del acero retumba en los oídos del reo mientras emprende su caída hacia el cuello; incluso después, mientras cae la cabeza decapitada.
La sofisticada barbarie de la pena de muerte está en esta vertiginosa asimetría: la sociedad entera contra un solo individuo.
Mishkin, el más elocuente portavoz de Dostoievski sobre este tema, habla de un amigo condenado a muerte que fue perdonado justo antes de morir. En ese mismo instante, mientras esperaba el disparo, admiraba de reojo la cúpula dorada de una lejana iglesia iluminada por los rayos del sol. Se preparaba para transitar con su alma a través de los rayos, hasta llegar al infinito. Pero sentía también rebeldía, una sensación de repugnancia ante lo desconocido, un afán de aferrarse a lo suyo, a esta vida.  
El testimonio de Dostoievski es único porque, como el amigo de Mishkin, él también, fue colocado ante un pelotón de fusilamiento. Retumbó en sus oídos el ruido del disparo, y alcanzó a meditar en el trayecto de las balas mientras se le iban aproximando. Tuvo tiempo incluso para albergar la esperanza de que se demoraran. Dostoievski vivió para contar el cuento porque habían disparado al aire. La falsa ejecución había sido un sádico chiste político del zar.
A Dostoievski le conmutaron la pena de muerte por cuatro años de trabajos forzados, a los que luego seguiría el servicio como soldado raso por tiempo indefinido. El mismo día de la ejecución, Dostoievski escribe a su hermano una de las cartas más conmovedoras que conozca la literatura epistolar. Dos días más tarde, un herrero le colocaba los grilletes que arrastraría durante cuatro años.    
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