Joaquín Edwards Bello escribió bastante  sobre los lateros y también los padeció. Los consideraba una “plaga formidable”. Para mantenerlos a raya, durante un tiempo salía a abrir la puerta de su casa  con una máscara veneciana, bajo cuya protección se negaba a sí mismo. Solía, además, caminar por las calles del centro con la mirada suspendida en un punto alto, porque temía al “encuentro”, a que lo clavaran en cualquier esquina.El latero es atemporal.Pertenece a todas las ciudades y a todas las épocas. Persiguió a  Horacio por las calles de Roma y a Diderot por las de París. En el siglo IV a.C., Teofrasto lo tenía muy clasificado y lo ubicaba cerca del inoportuno y del desagradable. En su concepto, un individuo desagradable es el que en una comida se pone  a explicar  el proceso de la putrefacción de los cadáveres,  o el que entra súbitamente donde hay una mujer amamantando y le arrebata la criatura de los brazos. “Para entrar en materia –dice Teofrasto- empezará a hablar de su mujer, de la que hará el elogio; luego contará, minuciosamente y todo con detalle sin olvidar el menor manjar…  De aquí caerá en lo que se despacha en el mercado, sobre la carestía del trigo y el gran número de extranjeros que hay en la ciudad”. Y así sucesivamente. En un libro de memorias de principios del siglo XX se cuenta el caso de un gran latero. Este señor había tenido la oportunidad de viajar en transatlántico y se había hecho inconvenientemente célebre por su afición a contar su viaje con exagerada frecuencia.Una noche se encontró en el bandejón central de la Alameda con unas señoritas muy bromistas, que lo conocían de sobra. Cuando empezó con lo del crucero, las señoritas -fingiendo interés- le pidieron que graficara bien las sorprendentes dimensiones del barco. Lo hizo encantado y se puso a caminar contando los pasos. Hay que decir que el barco era verdaderamente grande, porque cuando terminó de hacer su relato las señoritas ya habían desaparecido.  

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