No hay tema más central en las obras de teatro que el desenmascaramiento de la hipocresía. El  dramaturgo es, con sus personajes, como un demiurgo con nosotros: no hay secreto que no les conozca. Esos secretos los contrastan con las imágenes que los personajes proyectan. El contraste es mayor en el caso de los personajes malos. Pero también hay una hipocresía virtuosa. La de quien no sólo no hace alarde de su nobleza: la esconde, porque sabe que un acto noble no busca nada a cambio; si se conoce, arriesga ser redituado y por tanto, desvirtuado.El caso del Rey Lear de Shakspeare es una buena muestra de lo que digo. Al comienzo de la obra, Lear les anuncia a sus tres hijas que va a repartir su reino, pero primero quiere saber cuánto amor tienen ellas por él. Las dos mayores, Goneril y Regan, se desdoblan en hipócritas halagos. No así la menor, la parca Cordelia.Porque Cordelia es demasiado honesta, porque es incapaz de confundir el amor con el interés, y porque le molesta que su padre las confunda. Lear, un hombre bueno, pero, como todo hombre de poder, propenso a ser enceguecido por los halagos, no ve ni la hipocresía de las hijas mayores ni la bondad oculta de la menor.Divide su reino entre Goneril y Regan y deshereda a Cordelia. La obra, de allí, trata de la cruel ingratitud de Goneril y Regan con su padre al que dejan abandonado a la intemperie. En cambio, Cordelia termina acogiéndolo sin rencor; incapaz de amarlo por interés, no puede dejar de amarlo, por injusto que haya sido con ella.La  obra es una tragedia de errores, que se dan con facilidad en personas buenas que se dejan engañar por hipócritas. Pero el tiempo, finalmente, es justo: los hipócritas son desenmascarados, los errores son despejados y los buenos terminan reconociéndose y reconciliándose.Una posible moraleja del Rey Lear: hay que perderlo todo, para entender qué es lo que vale. El poder y la riqueza ensimisman y enceguecen, y sólo al perderlos abrimos los ojos.   

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