Releo por estos días “El erizo y el zorro”, el brillante ensayo de Isaiah Berlin sobre Tolstoi. El título viene de un verso de Arquíloco: “El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una cosa y grande”. El ensayo es complejo, multifacético, pero en su esencia dice que Tolstoi es un zorro que añora ser un erizo.Como novelista, Tolstoi es un zorro: Desmenuza las sutiles diferencias que distinguen a cada ser humano, procura demostrar lo difícil que es enmarcar la compleja vida en teorías. Pero hay en Tolstoi un erizo que se dedica con pasión a la búsqueda de explicaciones ciertas. Lanzada al mundo por Berlin, la dicotomía del erizo y el zorro ha despertado muchos debates intelectuales. Claudio Véliz  la ha usado en un magnífico libro, El mundo nuevo del zorro gótico, para contrarrestar la visión del zorro que él ve en el mundo de habla inglesa, con la visión de erizo que detecta en el mundo hispano, agregándole una dicotomía arquitectónica: el zorro inglés, libre e investigativo, construye asimétricas catedrales góticas, mientras que el erizo hispano se encierra bajo una ordenada cúpula barroca y, en vez de investigar, se somete a las certezas de una verdad única.Lo que sí parece efectivo es que la literatura, como ninguna otra manifestación artística, debe tomar partido por el zorro, dado que es un arte de la pluralidad. Un arte, pienso, que nace de la lucha interna que se nos da entre el zorro y el erizo, y que nos permite vivir la pluralidad a la vez que observarla desde afuera.El que teme que la libertad lo lleve a extremos peligrosos, sin duda siente la necesidad de someterse a las férreas certezas del erizo. Esa necesidad parece ser muy fuerte en el Chile actual.Mejor darle alguna cabida a nuestro zorro interno para poder entender al erizo de gente distinta a uno y para que ésta entienda al nuestro. Mejor abrir las ventanas de la catedral barroca, dejar que le entre aire, que esperar que el porfiado zorro que nos habita provoque el derrumbe de la cúpula.

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