Por Ramón González ... el Mié, 25/05/2016 - 17:49
Desde tiempos inmemoriales el hombre ha manifestado una vocación gregaria y social agrupándose en comunidades. Desde un inicio, las familias y las tribus se agrupaban para tener mayor resguardo frente a las amenazas naturales y los enemigos de otros clanes y para enfrentar en conjunto las necesidades materiales como el agua, el sustento y el cuidado de la salud.
Naturalmente emergían los líderes entremedio de la multitud. Seguramente en un comienzo el liderazgo se imponía por la fuerza y/o alguna habilidad destacada, pero no hay duda que con la evolución de la inteligencia humana, posteriormente se impusieron el talento y la sabiduría de unos pocos, iniciando el asombro y el respeto por parte de los restantes que constituían el grupo.
Desde ese entonces y hasta ahora, el ejercicio del liderazgo conlleva privilegios pero, a contrario sensu, exige cualidades especiales a reclamar por quienes los otorgan.
Existen muchas definiciones de liderazgo pero una de las más frecuentemente usadas, le exige al líder poderío, consecuencia y capacidad de seducción. Para entendernos bien, hablamos de seducción como la capacidad de encantar a los pares atrayéndolos a formar parte de un proyecto común.
Por todo lo anterior, el liderazgo constituye un privilegio para pocos y aquéllos que lo detentan debiesen respetar esa distinción y dar testimonio permanente de poseer esas cualidades.
En estos tiempos convulsionados de nuestro país en que tambalean las diversas instituciones, acarreando una desconfianza generalizada entre los chilenos es bueno meditar acerca de estas cosas.
Ojalá que un clamor colectivo impulse a los líderes de todas las instituciones, cualesquiera que ellas sean, a honrar el privilegio de serlo.