Hace aproximadamente unos veinte años, cuando la democracia renacía tras la dictadura militar, la corrupción era una palabra que no estaba en uso del cotidiano diccionario, pues se encontraba ausente en nuestro país; era para designar a otros, vecinos o alejados, hispanoamericanos en particular. A lo menos, así lo creíamos cuando nos considerábamos como los tigres de la economía y de otros atributos, calificativo con el cual nos pavoneábamos a diestra y siniestra en el escenario internacional.
Pero resulta que la corrupción estaba oculta o éramos ciegos y desmemoriados respecto  de nuestra propia historia. Recuerdo por allá por la década de los ’50 del pasado siglo, la satírica e hilarante revista Topaze, que golpeaba a santos y pecadores de la política o de la economía chilena. A radicales o liberales, por ejemplo, los caricaturizaba cuchara en mano o sorbiendo con manguera del erario nacional.
Pero este flagelo de pronto asomó sus tentáculos y ya durante el gobierno del Presidente Lagos apretó al Ministerio de Obras Públicas e hizo soplar a algunos funcionarios muy empaquetados, solventes y de confianza. Muy luego seguirían los consorcios que manejan malls, supermercados, farmacias, hasta golpear la puerta de la propia Iglesia Católica, dando como resultado la paulatina falta de confianza de quienes debemos ser humildes, caritativos, pacientes y resignados.
Y así se sumaron las grandes empresas y bancos, con personeros de caras muy respetables y que tomaron de la mano a políticos de izquierda o derecha, de gobierno o de oposición, para atraerlos con sus cantos de sirena, mostrando bolsas de enjundiosos billetes para financiar campañas destinadas a ganar escaños en el Congreso Nacional o en municipios.
Para colmo, llegó al fútbol, verdadero maná de muchos y manchó al ejército cuando ya daba por terminada la limpieza de pecados cometidos en dictadura.
Por eso me pregunto, quiénes serán los próximos. ¿Fundaciones sin fines de lucro, instituciones de caridad o de bien público?
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