Al cumplirse el bicentenario de la Revolución Francesa -en julio de 1989-, la reflexión en torno al tema se había multiplicado ese año en Europa. En Francia, casas editoriales de todos los pelajes tenían sus máquinas de imprenta trabajando a todo dar, alcanzándose un promedio de varios libros por semana consagrados a la revisión crítica del período revolucionario.En Chile -cuna de otra revolución: la neoliberal- hubo quienes se preocuparon de dejar clara su opinión al respecto en el momento preciso. El brasileño Nelson Fragelli llegó hasta una de las salas de reuniones del Hotel Carrera para exponer ante una nutrida concurrencia de simpatizantes su pensamiento respecto de los hechos que desataron la revolución de 1789 y su significado o peso en nuestros días.Fragelli pintó un cuadro idílico del período anterior a la revolución, sosteniendo que varios historiadores -como François Furet, por ejemplo-  coincidían en señalar que la situación del pueblo francés a fines del siglo XVIII estaba muy lejos de ser mala, en particular la de los campesinos, alegando que en ese momento sólo el quinto de las propiedades agrícolas francesas estaba en poder de la aristocracia.Según esta versión, la propia nobleza  tuvo paradojalmente  más injerencia en su derrumbe.Después las emprendió con la validez universal de los derechos humanos proclamados por los insurgentes de 1789. Cómo darle crédito –señaló con énfasis- a una declaración suscrita por los mismos que saquearon conventos, ultrajaron religiosas y llegaron a experimentar sensaciones de placer a la vista de la sangre humana.           Lo que dijo el  conferencista no hacía sino repetir el gesto conservador de una vieja polémica desarrollada durante el siglo XIX: Juzgar a la Revolución Francesa por una de sus partes, el terror.Afortunadamente, lo que se vislumbra actualmente en Francia es un cierto consenso respecto de que en la revolución está la base de la República, y al parecer las partes en pugna han flexibilizado sus interpretaciones.  

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