• Al interior de la tragedia
    Al interior de la tragedia
“Reconstrucción”, “bonos”, “ayuda”. Conceptos que rondan en el aire de las calles del barrio Baquedano, el sector más afectado por el terremoto y tsunami del 16S. Brindan esperanza, pero a varios días del desastre, se siguen conociendo historias desoladoras, y la gente está consciente de que ya nada volverá a ser como antes.
Había pasado una semana, pero los escombros todavía eran parte importante del paisaje. Maquinaria pesada removiendo lo que quedó de automóviles, lo que quedó de cientos de hogares que ahora no son más que material en el suelo aguardando ser retirado
10:30 de la mañana. Miércoles. Todos andan rápido. Decenas de voluntarios pala en mano ayudando a emparejar la superficie, reparten comida, agua, o simplemente se distribuyen en  diferentes puntos del sector para preguntar si alguien necesita algo. La respuesta resulta tan obvia.  
Fuerzas Armadas en pleno desde que se decretó Estado de Excepción. Los diferentes servicios apostados en el lugar que parece ser un gran campamento donde todos están haciendo algo, presurosos, entre el ruido de las retroexcavadoras, de los motores de algún generador de energía que suena más de lo habitual, o de trozos de murallas que terminan de resistir y finalmente caen abatidas, como buena parte de las murallas allí. 
Rostros cansados, otros tristes, de incertidumbre, como el ambiente mismo. Quienes lo perdieron todo no ocultan su desazón, ya no quieren hacerlo. Durante toda la semana han visto como las autoridades, incluida la Presidenta de la República han visitado el sector, se han anunciado medidas para reconstruir, pero saben que aquello demorará y que probablemente nada vuelva a ser como era antes del 16 de septiembre, cuando el terremoto de 8,4 grados Richter y posterior tsunami arrasó con la población Baquedano en Coquimbo, tal como lo había hecho 93 años antes, en 1922.
 
INCERTIDUMBRE
LATENTE
Pensar en el presente es la tónica entre la gente. El pasado resulta ser un idilio del que hay que sacudirse y el futuro algo demasiado complejo. Por ahora, vivir el día a día y valorar el haber sobrevivido parece ser la mejor receta para paliar el sufrimiento de ver como los esfuerzos de una vida se vinieron abajo en pocos minutos. 
“Por lo menos ahora está más ordenado”, dice Carmen Ángel, mientras junto a su esposo, cargan algunos muebles relativamente utilizables en un camión municipal. “Es lo que nos pudimos salvar”, acota la mujer, quien no para de trabajar. Claro, según cuenta, había estado esperando durante días que le proporcionaran ayuda para llevarse las cosas desde su casa que resultó seriamente dañada por el furioso paso de la olas. “Nos salvamos de milagro, eso uno se lo agradece a Dios, pero yo te diría que el momento del terremoto no fue el peor, ni siquiera el día siguiente cuando vimos todo lo que se había destruido, lo más terrible han sido los últimos días, porque no tienes claro qué vas a hacer, qué va a pasar contigo, con tu familia. Cuándo y cómo va a llegar la ayuda concreta. Es una incertidumbre muy grande y angustiante”, relata, mientras su esposo sordomudo trata de decirnos algo en lenguaje de señas. Ella lo mira y parece emocionarse. “Perdimos nuestro taller, perdimos nuestro taller”, acota, impotente, Carmen. “Imagínate, estuvimos 10 años tratando de conseguir un subsidio para comprar una casa, recién el 2014 lo logramos y llegamos para acá. Habíamos emprendido con un taller de reparación de radiadores y pasa esto…”,  agrega, y se detiene. No quiere hablar más. No insistimos. 
Historias como la de Carmen Ángel abundan. Caminan allí, junto a nosotros, en los hombres que van y vienen con carretillas. En las señoras que de la mano transitan con sus hijos, o en quienes como guardianes no se mueven del sus hogares abatidos por la inefable crueldad de la naturaleza. 
En la esquina de Chacabuco con Carlos Condell parece nunca haber habido nada. Los escombros ya fueron retirados casi en su totalidad y el lugar es un llano desierto con un grupo de personas que no se resignan a haberlo perdido todo, incluso los recuerdos. Allí fueron 5 casas las que desaparecieron. En ellas había sembrado su historias la familia Vega, quienes llegaron hace 71 años al sector. Primero, instalaron una vivienda y a medida que fueron creciendo, hermanos y hermanas fueron levantando sus moradas muy cerca, para no separarse y no partir jamás del lugar que su padre Manuel y su madre María, eligieron para vivir. 
Erika Vega es la mayor del clan. Tiene 71 años, mismo tiempo que ha estado en Baquedano. 
El 16 de septiembre a las 19:54, estaba con su marido José Cortés y decidieron no salir una vez ocurrido el terremoto. “No pensamos que era para tanto”, dice Erika, contrariada. Sin embargo, minutos más tarde vieron que la gente comenzaba a correr hacia arriba y pensaron que lo mejor era seguirlos. No se equivocaron. “Pasó mi hija y nos dijo que se venía un tsunami. Nosotros con mi viejito pensamos que no, pero igual salimos, por mi hija. Pasamos la noche en el estadio sin saber nada de lo que pasaba, sólo sentíamos las sirenas. Hasta el otro día que llegamos… Y… llegamos”, cuenta, sin poder terminar su relato. Se aleja, de nosotros y camina en busca del abrazo de un joven que nos observaba a unos metros de distancia. Pero vuelve. “Estos días han sido de llanto y llanto, porque nos quedamos sin nada. Nos tuvimos que ir donde mi hija, pero no fácil estar de allegado, cuando siempre has tenido tu casita”, dice, la mayor del clan, mientras a su lado, María Vega, una de sus hermanas, la mira, con desconsuelo y asiente con la cabeza. “Yo también estoy de allegada donde mi hijo. Afortunadamente somos una familia unida y nos hemos apoyado demasiado, porque las cinco familias que vivimos acá pasamos por lo mismo, porque juntos hemos vivido todo, cosas buenas y cosas malas, y así, juntos, también nos vamos a recuperar. No me pregunte cómo, pero nos vamos a recuperar”, asevera María, de pie sobre el suelo plano, donde hace pocos días estaba su casa. 
 
COMO GUARDIANES
Los militares inspiran respeto. La gente se acerca a ellos, colaboran y se han vuelto parte de la comunidad. Allí están, “redoblando esfuerzos”, tal como sostuvo durante la semana Schafik Nazal, el Jefe de Defensa de Estado de Excepción. Sin embargo, el miedo a saqueos no estuvo ausente durante la primera semana luego del desastre. Aunque Carabineros informó que no se habían registrado oficialmente, los vecinos de Baquedano aseguraron que sí habían existido. De hecho, por eso no abandonaron sus casas provisoriamente, pese al riesgo de derrumbe por el estado en que se encontraban. 
Lucas Exequiel estaba en la puerta de su casa –o lo que quedaba de ella- cuando lo encontramos. Era una de las pocas personas que parecía estática entre el ajetreo constante. Claro, él es el “vigilante oficial” en su familia. “Uno ya perdió mucho como para arriesgarse a seguir perdiendo cosas”, dice, de entrada Lucas, quien el día del tsunami también salvó por suerte. “Estaba durmiendo porque había llegado del trabajo hace poco rato. Pero nadie sabía que estaba acá. Entonces cuando evacuaron yo no me di cuenta, menos mal que mi hermana me fue a golpear la puerta de mi pieza y me avisó que había que salir, sino, no la cuento de nuevo”, relata el joven, que no se ha movido del lugar, por temor a posibles saqueos. “Estos días han sido muy fomes, sin dormir, sin colchones, porque recién ahora están entregando. Encima algunas personas de mal corazón están saqueando las casas. Eso no se hace”, dice. Eso sí, destaca la unión y la solidaridad que ha visto entre la mayoría de los afectados y los demás habitantes de Coquimbo que no sufrieron las consecuencias del terremoto y posterior tsunami de manera tan devastadora. “Esa gente que anda saqueando es la menos. Tú ves acá todos los voluntarios que hay, que son de acá mismo de Coquimbo de El Llano, de la Parte Alta, nos han venido a dejar ropa, frazadas. Se ha visto la solidaridad, eso emociona un poco”, asevera el guardián, quien no pretende abandonar el lugar en donde vivía con toda su familia y donde pretende seguir viviendo por mucho tiempo.
 
LA PARTIDA DE “BLANQUITA”
Eran 11 las vidas que se había llevado el desastre natural, al cierre de este reportaje. Otras tres personas permanecían desaparecidas. Sin duda el dolor más grande lo vivieron sus familiares, quienes perdieron más que algo material.
Juan Carlos Gallardo no perdió a un familiar, pero sí a un ser querido. Como muchas de las familias de Baquedano, luego del tsunami nunca más vio a sus mascota de cinco años. Él vivía solo en la población Gabriela Mistral, también vio mermado su patrimonio, su hogar y su taller de estructuras metálicas. Sin embargo, una de las cosas que más le produce angustia es aún no haber podido encontrar a la que había sido su gran compañía durante el último tiempo, su gata ‘Blanquita’. “Yo soy viudo, vivo aquí en Baquedano desde hace 41 años y esto es lo peor que nos ha pasado. Mira el desastre (…) La verdad es que puede parecer una tontera, pero la pérdida de mi gatita me tiene realmente afectada, yo la tenía desde hace cinco años y desde ese día que no aparece”, se lamenta, Juan Carlos, mirando lo que aún queda en pie del taller que fue su sustento durante casi una década. 
 
CALETA Y
ESPERANZA  
Allí quedó Baquedano. A la espera, con incertidumbre, pero con esperanza. Nadie está resignado y si bien asumen que será difícil, están dispuestos a levantarse. 
Y no son los únicos. En la Caleta de Coquimbo, también reina un clima de angustia, pero entre lamento y lamento se deja ver una esperanza que asoma como una luz en medio de la devastación. “¿Qué va a querer?, ¿congrio o merluza?”, bromea un vendedor del lugar, sentado en medio de la destrucción. 
Las carcajadas vienen, y asombran. “No sacamos nada con estar achacados. Hay que agradecerle a Dios que estamos vivos y que si bien perdimos nuestra fuente laboral, no lo perdimos todo como otras personas, mire nomás cómo quedó Baquedano”, dice Eduardo, optimista. Claro, ya se anunció que se implementará un recinto provisorio en donde podrán trabajar. 
Pero no todos tienen el mismo ánimo. Robert Molina, fileteador de pescado se siente impotente al estar de brazos cruzados. “Este era mi único ingreso, y el único ingreso de la mayoría de los que trabajamos acá. Imagínate que yo tengo hijos y una familia que mantener. Esto es una tragedia no sólo en los daños que se produjeron, sino también por las fuentes laborales que se pierden, de trabajadores de acá, pescadores, la misma gente de la feria. Se han dicho fechas, pero todos sabemos que muchas veces la cosa no es tan fácil como se plantea en el papel”, dice el trabajador, entre las ruinas, con el mar de fondo. Ese mar que a él y a muchos en el puerto les había dado todo, que hoy yace calmo pero que hace 11 días desató su furia y dejó heridas cuyas marcas  jamás se borrarán. 

 

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