Así. Simplemente. Era la forma habitual con que sus amigos lo nombrábamos y ahora lo vamos a recordar.
Ese apelativo encierra, a mi juicio, varios atributos. En general, es un nombre o apodo simpático,  cariñoso y cercano que pocos se ganan. Pancho Puga era uno de esos, escasos. No muy expresivo, medido pero más bien tímido y pudoroso. Sin embargo, a poco andar en el diálogo se descubría la persona franca, sin dobleces y con un respeto enorme por quien tuviese enfrente. ¡Que falta hacen hoy las personas así!
Nuestras últimas conversaciones tuvieron un denominador común: nuestra ciudad. A pancho le dolía el estado actual  de La Serena y soñaba con recuperar el señorío colonial de la urbe de los campanarios y claveles que conocimos cuando niños. Le angustiaba que no se pudiese conciliar los cambios que la modernidad ha impuesto con la correspondiente salvaguarda de lo patrimonial que nunca se debió perder. 
Echaba de menos y reclamaba una mayor altura de las autoridades que él mucho respetaba pero que a veces no tenían un comportamiento acorde con la investidura que la ciudadanía exige.
Así son los verdaderos serenenses y Pancho fue, con su templanza habitual, un papayero a carta cabal.
En lo personal, doy fé que cada vez que se solicitó su colaboración en cualquier actividad de bien común su respuesta era inmediata y generosa. 
Le movía su espíritu altruista de hacer el bien sin mirar a quien.
Fue un hombre manso y pacífico. Discrepaba sin discutir, pese a disentir nunca lo vi alterarse ni menos agredir.
En suma, Pancho fue un hombre bueno y está escrito que los hombres buenos, mansos y misericordiosos poseerán la tierra del Señor. Allá fue a tomar su pertenencia.
 
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